-¿Hijo mío de dónde vienes?
-Vengo de la Corte Celestial, donde tengo la dicha de contemplar el rostro indeciblemente bello del Creador. Esta es la mayor felicidad de los bienaventurados, ¡mis eternos compañeros de gloria!
-¿Y quién es ese varón que te acompaña?
– Madre mía, este es un ángel, que pertenece al octavo coro angélico, el Coro de los Arcángeles, arriba de los Ángeles de la Guarda, que forman el noveno coro angélico. Como ves, es mucho más bello que yo, pues está más próximo de Dios. El Divino Redentor envía este celeste protector para que, a partir de hoy, te acompañe y proteja, día y noche.
Santa Francisca Romana -pues es de ella que se trata- estaba inundada de indecible felicidad. A partir de esa memorable noche, gozó de la visión constante de su Arcángel protector. Pero era tan resplandeciente la belleza del celestial mensajero, que él tenía que graduar su luz para que la santa pudiese fijar su rostro. En efecto, conforme afirman innumerables santos que recibieron la gracia de ver algún ángel, el brillo de ellos es superior al del sol.
La existencia de los ángeles, una verdad de Fe
Claro está que la visión en este mundo, de las criaturas angélicas es un excepcional privilegio. Pero muy consoladora es la doctrina católica a respecto de los ángeles.
En primer lugar, su existencia es una verdad de Fe. El testimonio de la Escritura a ese respecto es tan claro cuanto la unanimidad de la Tradición, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica.
Grandes comentadores de la Sagrada Escritura, como San Jerónimo y Santo Tomás de Aquino, afirman que todo niño, en el momento de su nacimiento, recibe de Dios un Ángel de la Guarda. «Desde el inicio hasta la muerte, la vida humana es cercada por su protección y por su intercesión», enseña el Catecismo (nº 336). «Cada fiel es acompañado por un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» escribe San Basilio (apud CIC, 336). Y no son apenas los niños bautizados quienes reciben un ángel custodio, sino todo recién nacido.
La Providencia Divina, que todo gobierna con gran misericordia, concede igualmente a los grupos humanos un ángel protector. Las familias, las ciudades, las provincias y las naciones, en la opinión de la gran mayoría de los teólogos, reciben también del Creador un Ángel de la Guarda.
Siempre a nuestro lado
No son raros los casos de ángeles que aparecieron para librar a sus protegidos de grandes peligros, o simplemente para aliviarles los sufrimientos.
Santa Gema Galgani, fallecida a los 25 años en 1903, veía frecuentemente a su Ángel de la Guarda. En su infancia, cierta noche estaba ella tan triste que no conseguía dormir. Se le apareció entonces el ángel, le puso la mano en la cabeza y le dijo: «Duerme, pobre niña». Dichas con tanta ternura, esas simples palabras le restituyeron la paz, y durmió suavemente. Cuando joven, permaneció un día, rezando hasta muy tarde en una Iglesia. Al salir del templo, vio al buen ángel que la acompañó hasta su casa.
San Policarpo, discípulo de San Juan Evangelista, viajaba a Esmirna, ciudad de la cual era obispo. Tuvo que pernoctar en una hospedería, juntamente con un compañero. En el silencio de la noche, el santo obispo fue despertado por una misteriosa voz, que le decía que la casa se iba a desmoronar. Policarpo se levantó, despertó a su compañero, pero éste se rehusó a salir. Entonces apareció visiblemente el Ángel de la Guarda de San Policarpo, ordenando a los dos viajeros que saliesen inmediatamente de la hospedería. Apenas salieron, la casa se derrumbó con gran estruendo.
Nuestro Ángel de la Guarda, aunque de forma invisible, está tan real y verdaderamente a nuestro lado como el de Santa Francisca Romana o el de Santa Gema Galgani. Él lleva nuestras oraciones hasta el trono de Dios. Es una trompeta celestial que amplía el sonido de nuestras oraciones, las purifica, las vuelve más bellas, más agradables a Dios.
La Sagrada Escritura describe la conmovedora historia del joven Tobías, que necesitó hacer un largo y peligroso viaje, para atender los deseos de su viejo padre, que estaba ciego. Ya en el inicio del trayecto, le envió Dios un ángel, disfrazado bajo la forma de un esbelto joven. Fue un abnegado compañero de Tobías, librándolo de muchos peligros y celadas. Regresó con él a la casa del venerado padre, y lo curó de la ceguera. Ante la admiración maravillada de la familia, el fiel amigo de Tobías reveló que su nombre era Rafael, uno de los más elevados ángeles de la corte celestial, y explicó por qué Dios había mandado a socorrer a Tobit, padre del joven: «Cuando tu orabas con lágrimas y enterrabas los muertos, cuando dejabas tu comida e ibas a ocultar a los muertos en tu casa durante el día, para sepultarlos cuando llegase la noche, yo presentaba tus oraciones al Señor. Pero porque eras agradable al Señor, fue necesario que la tentación te probase. Ahora el Señor me envió para curarte» (Tb 12, 12-14).
El Universo repleto de ángeles
El profeta Daniel, el Evangelista San Juan y el Apóstol San Pablo, refiriéndose al número de los ángeles creados por Dios, hablan de millones y millones, de las miríadas y miríadas de ángeles que ellos contemplaron en el cielo.
Con bellísimas palabras describe el profeta David, en sus Salmos, la solicitud llena de ternura con que los ángeles nos protegen: «Teniendo a Yahvé por refugio, al Altísimo por tu asilo, no te llegará la calamidad ni se acercará la plaga a tu tienda. Pues te encomendará a sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos, y ellos te levantarán en sus palmas para que tus pies no tropiecen en las piedras» (Sl 90, 11-12).
Enséñanos el Gran Doctor de la Iglesia, San Ambrosio de Milán, que «todo está repleto de ángeles: el aire, la tierra, el mar y las iglesias a ellos sujetas».
Millones de ellos permanecen constantemente en la Corte Celestial. Otros recibieron de Dios la misión de velar por el admirable orden del universo: es gracias a su sabia intervención que el Sol, la Luna, las estrellas y los ríos siguen maravillosamente sus cursos.
Recordemos, por fin lo que sucedió al seráfico San Francisco de Asís. Su Ángel de la Guarda lo hizo oír, durante apenas dos minutos, un trecho de una de las incontables melodías que se entonan continuamente en la Corte Celestial. El Santo quedó embriagado de tal felicidad que contó a sus hermanos de vocación: «Estoy dispuesto a ayunar durante mil años, para experimentar nuevamente en mi alma aquella felicidad, imposible de ser descrita con el lenguaje de esta tierra.