Importa resaltar que notamos, con el pasar del tiempo, un divorcio entre lo que se piensa y el accionar diario en la vida de los hombres. San Pablo exhortaba a los Romanos (12,1) a que no se amolden con el mundo: «no os conforméis con este siglo». Invitaba a vivir el Evangelio de manera coherente, y que extiendan a la vida cotidiana, a sus formas de ser y de actuar, las enseñanzas que reciben. Que no haya una separación sino, por el contrario, una simbiosis, un prolongarse -por ejemplo – de lo que sienten en una celebración Eucarística hacia la vida diaria. Que esos momentos, esos después, sean una como que prolongación de lo que vivieron y sintieron.
Esa ruptura ocurre en los días de hoy en muchos cristianos que no reflejan, en sus maneras, gestos, actitudes, todo lo que sus propios labios afirman. En su forma de vida en general, hay un discordante entre las enseñanzas del Evangelio, los Mandamientos de la Ley de Dios y los preceptos de la Santa Iglesia.
Pueden participar habitualmente de las misas dominicales, pero, al salir, encontrándose con el mundo secularizado que los rodea, sus vidas se alejan de esta santa realidad que vivieron apenas un pequeño período de tiempo durante la semana. En la vida familiar, profesional, cultural y social, todo como que se «olvidó»… No se produjo una ósmosis entre lo que creen, y celebraron, con lo que posteriormente viven.
En una de las formas de despedida, terminada la Eucaristía, antes del «Podéis ir en paz», momento en que partirán para su vida cotidiana, el sacerdote dice: «glorificad con vuestras vidas al Señor». Aclamación que invita a que cada uno haga de sus vidas un testimonio misionero continuo, para que la santidad y dignidad de lo que se vive, sea como un insustituible manantial que atrae a los otros. Vida litúrgica y vida cristiana están íntimamente unidas como causa y efecto, son realidades indisociables. Bien afirmaba San Juan Pablo II que: «una liturgia, que no tuviese un reflejo en la vida se volvería vacía y ciertamente no agradable a Dios» (26/9/2001).
Aprovechemos este recorrido cuaresmal para que nuestra vida sea de acuerdo a lo que creemos y defendemos. Que demos testimonio de nuestra fe, no sólo con nuestros labios o palabras, también con nuestra conducta diaria.
El escritor francés Paul Bourget, en su obra «Le Démon du Midi» (1914), afirmaba que «es necesario vivir como se piensa, so pena de, tarde o temprano, acabar pensando como se vive». La integridad, vivir como se piensa, de acuerdo con los principios que se defienden, sin mancha alguna que la ensucie. Mantener la consonancia entre los principios o doctrinas que uno defiende o predica, y la vida concreta de todos los días.
Bien afirmaba el Apóstol San Juan en su carta (2, 3-11): «El que dice: ‘yo lo conozco’ pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está con él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él. El que afirma que permanece en Cristo debe vivir como él vivió».
Que en esta Cuaresma preparemos nuestros corazones, cambiemos de mentalidad, tengamos una «metanoia», pero, con la decisión firme de ser coherentes, y «vivamos como pensamos». Todo lo que hagamos de «sacrificios y ofrendas», no serán nada, no tendrá efecto, si no van acompañadas de un entrega íntima de nuestros corazones a los preceptos de la Iglesia, a los Mandamientos de la Ley de Dios, que son la expresión de la voluntad del propio Dios. Que la Santísima Virgen, Madre Dolorosa, nos lleve siempre a Jesús, Nuestro Señor. Amén.
Por el P. Fernando Gioia, EP