La invitación que hace el Señor en el pasaje de San Marcos recogido en el Catecismo nos da a entender que va dirigida a personas que viven fuera de la Iglesia Católica, en la práctica habitual de los más diversos pecados, y que, por tanto, necesitan convertirse de sus malas obras.
Sin embargo, quien ha recibido las sagradas aguas purificadoras del bautismo, practica los mandamientos de Dios y de la Iglesia, frecuenta los sacramentos, reza, comulga…, ¿no dejó de ser pecador? Ha pasado ya del paganismo a la fe, de la perversidad a la virtud, y parece que no necesita de conversión. ¿Es eso cierto?
El Discípulo Amado nos advierte: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Y el gran San Pablo afirma: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1 Tim 1, 15).
Hay obras injustas, como las que menciona el Apóstol (cf. 1 Cor 6, 9-10) y muchas otras igualmente merecedoras del Infierno; son los pecados mortales.1 No obstante, también hay faltas menos graves, pero que ofenden a Dios, denominadas pecados veniales,2 que todo hombre concebido en pecado original comete cotidianamente, a menudo casi sin darse cuenta… E incluso existen actos menos conformes a la voluntad divina para una persona concreta en una circunstancia concreta, llamados imperfecciones.
Salomón recuerda que «el justo cae siete veces» al día, pero «se levanta»; mientras que «el malvado se hunde en la desgracia» (Prov 24, 16). Lo que, sobre todo, distingue al pecador empedernido de quien trata de practicar la virtud es el constante deseo de volverse a levantar, de crecer en el amor a Dios, de hacerse santo.
Le corresponde, pues, a quien desea practicar la ley divina esforzarse en no cometer nunca no sólo pecados veniales, sino también imperfecciones, y tener así el templo de su corazón más santo que el Templo de Jerusalén. En efecto, el alma del justo resplandece no con el brillo del oro o de la plata, sino con el de la gracia del Espíritu Santo; y en lugar de tener un arca y querubines, la inhabitan Cristo, su Padre y el Paráclito.3 ◊
Redacción Revista Heraldos del Evangelio Febrero 2025